A la joven paciente que vi en la sala de espera de un Hospital Oncológico.
PRÓLOGO
El primer domingo de agosto del año 2000, la temperatura era de 22 grados centígrados. El cielo mostraba su azul más intenso, sin nubes, y el sol bañaba la fachada de la casa haciendo que el color de las paredes resplandeciera.
Lorenzo, mi hermano mayor, me enseñaba a jugar béisbol en el patio trasero. Él tenía 16 años recién cumplidos, yo tan sólo 7.
Lorenzo era un gran lanzador pero también atrapaba muy bien la pelota. Su entrenador personal afirmaba que iba en camino a convertirse en un excelente jugador para la segunda base, un "shortstop". El mes entrante lo llevaría a las prácticas de los equipos de las mayores para que lo vieran los cazatalentos.
El abuelo sentando en su vieja mecedora de mimbre, nos animaba desde cierta distancia.
—Vamos Andrés… ¡Tú puedes muchacho!— gritaba cada vez que era mi turno al bate. El siguiente lanzamiento era decisivo para el juego. Lorenzo se acomodó en el improvisado montículo de tierra y lanzó una curva rápida en mi dirección.
Con algo de esfuerzo realicé los movimientos que me había mostrado y conecté la pelota. El batazo fue una línea recta que rodó veloz a la tercera base. Mi hermano se estiró lo más posible, y lazándose sobre un costado, atrapó la pelota en forma magistral.
—Felicitaciones Lorenzo, acabas de hacer una atrapada digna de las Grandes Ligas. ¡Bien hecho! —dijo el abuelo.
—Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo… —grité frenético mientras celebraba la jugada. Al ver que mi hermano no me respondía me acerqué a él y lo vi, inconsciente.
—¿Qué ocurre Andrés? —preguntó el abuelo un tono de preocupación en la voz.
—Creo que perdió el conocimiento —grité en su dirección.
El abuelo fue a la casa de prisa a buscar a mi padre. Llegaron al cabo de unos minutos, trayendo el botiquín de primeros auxilios que siempre manteníamos bien equipado para casos de emergencia. Mi padre examinó a Lorenzo detenidamente, descubriendo que tenía varios hematomas en la espalda que lucían antiguos, no parecían haber sido causados por la caída. Tomándolo en brazos se lo llevó al Hospital.
El abuelo y yo nos quedamos en casa, preocupados y cansados, esperando que sonara el teléfono, para que mi padre nos diera alguna noticia. La llamada no llegó esa noche, ni al día siguiente. No volvieron a casa.
—Vístete —ordenó el abuelo— Vamos a ver qué sucede.
Nos subimos al primer taxi que pasó por la avenida. Llegamos al hospital una hora más tarde. Nos dirigimos a la recepción y vimos a mi padre salir del área de cuidados intensivos, con el rostro marcado por la preocupación.
—Papá —le llamé.
Al vernos se acercó y nos llevó a una habitación vacía. Nos miró muy serio y nos dijo:
—Me temo que no puedo darles buenas noticias. Los exámenes de sangre que le hicieron a Lorenzo muestran que está gravemente enfermo.
Esas palabras resonaron en mi cabeza como el anuncio de una tragedia, no sabía de qué enfermedad se trataba, pero presentí que sería algo terrible. Y no me equivocaba.
PRIMERA PARTE
Un chico que ama las carreras
Capítulo 1
A primera vista
“Los libros y las palabras no sólo empezaron a tener algún significado, sino que lo significaban todo” Markus Zusak. «La ladrona de libros»
La primera vez que la vi, estaba sentada en el centro de una amplia fila de sillas dispuestas horizontalmente en la enorme y desierta sala de espera del piso 4. El color de las paredes era blanco marfil, y en ellas destacaba un enorme cuadro, pintado al óleo, de Florence Nightingale —la pionera de la enfermería profesional moderna—. También había un par de carteleras informativas que contenían todo tipo de noticias de salud, recomendaciones, prevención de enfermedades, invitaciones a cursos y seminarios; una que otra receta para una alimentación más saludable, el horario de las consultas, y un cartel de "No Fumar" colgado de forma visible cerca de la entrada.
La joven estaba absorta en la lectura de un libro de cubierta azul, cuyo título no alcanzaba a distinguir desde donde me encontraba. Supongo que el libro era muy interesante, porque en todo el rato que llevaba observándola no había despegado los ojos de sus páginas, casi no pestañeaba. Por momentos sonreía y otras veces ponía una expresión un poco triste.
Desde hacía mucho tiempo iba a esa habitación en medio de la noche, y nunca había encontrado a nadie allí, por lo que me preguntaba quién sería aquella chica que había invadido mi lugar favorito. Me acerqué con sigilo intentando no hacer ruido, lo que era toda una hazaña si tomamos en cuenta que tenía que desplazarme a todos lados en silla de ruedas, debido a una parálisis que me impedía caminar. Mi padre me había diseñado una silla totalmente equipada y personalizada, una "súper deportiva", fabricada con materiales especiales que me permitían alcanzar velocidades asombrosas, lo que me encantaba. Aunque tenía control remoto, la manejaba manualmente para ejercitar la parte superior de mi cuerpo y mantenerme activo y fuerte.
Me acerqué un poco a la chica del libro, sin que notara mi presencia. «Parece tener 20 años», dije para mí mientras la observaba en silencio. Luego de estar quince minutos prestándole atención, decidí marcharme. Al dirigirme a la puerta, escuché que la chica cerraba el libro de golpe, di media vuelta y la descubrí mirándome fijamente. Me estremecí de pies a cabeza ante la intensidad de su mirada. Sus ojos eran de dos colores distintos, uno marrón y el otro azul. Quedé profundamente impactado, preguntándome si tal vez usaba lentes de contacto y se le habría olvidado colocarse uno de los dos.
Pero eso no era lo único extraño en ella, a lo largo de su cabello negro destacaban unos cuantos mechones azules, dorados y rosas, que se escurrían rebeldes por debajo de una bufanda amarilla tejida a mano. Ya antes había visto muchas chicas atractivas, pero ninguna tan llamativa como esta. En su brazo izquierdo tenía un tatuaje que representaba al menos una docena de aves volando. También usaba un piercing sobre la ceja derecha, lo que no creo que estuviera permitido.
Dudé por un instante si seguir sosteniendo su mirada o retirarme. Opté por la segunda opción. Una vez en el pasillo, tropecé con una de mis enfermeras favoritas, una joven inteligente, a la que le encantaba hacer sus rondas, de habitación en habitación, llevando unos grandes audífonos y cantando en voz baja canciones en inglés. Lo más interesante era que casi siempre se movía en patineta. Supongo que tenía un gran talento para usar ese medio de trasporte, porque nunca vi que se le cayeran las inyectadoras o los medicamentos que llevaba en la bandeja.
Mi padre me insistía que en todo el hospital no había ninguna posibilidad de que las enfermeras se desplazaran en patineta o patines por los pasillos. Me repetía incansablemente que no todas las personas compartían mi pasión por la velocidad, y me pedía que dejara de adjudicarle poderes sobrehumanos a la enfermera Clara (ese era su verdadero nombre).
Siempre he sentido admiración por las enfermeras, ella son uno de los pilares fundamentales de los centros de salud. Su labor está vinculada al respeto, a la dignidad y al amor. Eso las hace imprescindibles, especialmente en un hospital oncológico como éste, el único anticanceroso en toda la ciudad.
Mientras desayunaba, me descubrí pensando nuevamente en la chica del libro. ¿Quién era? Aunque sólo habíamos cruzado la mirada por un momento, la expresión de sus ojos se me había quedado grabada en la memoria, y me preguntaba si ella también estaba pensando en mí.
La novela completa está disponible en:
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Te amaré... mientras respire. Capítulo 1
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Oleh
Gissi Rodríguez
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