30 de octubre de 2015

Lágrimas de hombre

Un relato de Gissi Rodríguez

Imagen de un padre caminando de la mano con su hijo

Nunca había imaginado ver a mi padre llorar.  Siempre había escuchado que los hombres no lloran... pero aquella tarde, cuyo cielo deslucía por un cúmulo de intensas nubes grises, lo vi por primera vez: lágrimas de hombre.

A pesar de la amenaza de lluvia, íbamos a pie, yo con tan sólo 10 años, caminaba detrás de mi padre, que de vez en cuando volteaba en silencio para comprobar si aún le seguía.

El viejo Sancho había estado, pocas horas antes, a la entrada de nuestra humilde morada. Había venido con la desconcertante noticia de que una tal "Amaranta" estaba enferma, y que no dejaba de llamar, en su delirio, a mi padre. Fue entonces cuando nos vestimos a prisa y salimos de casa, con el propósito de ir al encuentro de esa misteriosa mujer, en un viaje que sería de reencuentro para mi padre y de descubrimiento para mí.

Una suave lluvia empezaba a mojar el camino. Las lágrimas de mi padre se confundían con las gotas que empezaban a caer sobre su rostro. El agua se deleitaba empapando mis pies a través de las rendijas de mis zapatos desgastados. Pero no me importaba, ese día toda mi atención estaba puesta en algo más importante: seguir a mi padre de camino al pueblo.

Íbamos en busca de "Amaranta", la mujer que en su agonía llamaba a mi padre. ¿Quién era esa señora? No me atrevía a preguntar, sabía que no obtendría respuesta. Mi padre solía hablar muy poco sobre su pasado, evitando dar detalles sobre cosas que, según él, un niño de diez años no podría entender.

En cambio, le gustaba hablarme sobre su trabajo. Mi padre era un obrero de la construcción, y cada vez que podía me enseñaba el oficio. Me instruía sobre cómo arreglar techos, goteras, paredes, y cómo colocar cerámicas y baldosas.

En casa vivíamos tan sólo él y yo. Seguíamos una rutina estricta y bien planificada. Desayunábamos temprano y entonces mi padre iba a trabajar mientras yo iba a la escuela. Mi madre hacía mucho tiempo que se había marchado y no habíamos vuelto a saber de ella. Nunca supe las razones exactas de su partida, pero supongo que la tal "Amaranta" tuvo algo que ver, ya que en sus discusiones invariablemente se mencionaba a "otra mujer".

Mi curiosidad sobre aquella enferma iba en aumento. «¿Por qué lloraba mi padre?», me preguntaba mientras veía el desconsuelo evidente que se reflejaba en su rostro, algo que yo nunca había visto antes y que me intrigaba sobremanera. También me descubrí pensando en qué forma la aparición de aquella mujer afectaría nuestras vidas, y cuánto tiempo pasaría antes que pudiera entender las causas de la tristeza de mi padre.

Las nubes eran densas, la lluvia arreciaba con fuerza y el clima agregaba un toque cada vez más sombrío a nuestra caminata. Estaba impresionado al ver las lágrimas que resbalaban por las mejillas de mi padre. Nunca lo había visto tan abstraído en sí mismo, con esa expresión tan triste en su mirada.

Caminábamos a paso vivo, me costaba mantener el ritmo, pero lo lograba. Mi padre se detuvo un momento y volteó a mirarme. Por un instante pareció reparar en mi ropa mojada y dijo:

—Vamos muchacho, es hora de entrar en calor.

Nos detuvimos en la primera posada que encontramos. El dueño del lugar saludó a mi padre como si fueran viejos amigos y le indicó una mesa vacía al fondo del salón.

Apenas nos sentamos, mi padre secó mi rostro con un pañuelo blanco que siempre llevaba bien doblado en el bolsillo de su chaqueta. Pidió café: negro sin azúcar para él, y con leche para mí.

Lo bebimos despacio, la lluvia era cada vez más intensa. En cierta forma disfruté la experiencia de estar con mi padre lejos de casa, lejos del trabajo y la rutina. Cada vez llegaban más personas al local y el ambiente se iba cargando con el ruido de sus conversaciones y pisadas.

Un par de hombres fumaban en la entrada, el humo de sus cigarrillos penetraba la estancia y le daba un aspecto fantasmal. El cielo se iluminaba con los rayos que caían a la distancia, mientras que los truenos aumentaban su volumen. De pronto, un recuerdo vino a mi memoria: un día lluvioso, un columpio, barro por doquier y "Amaranta".

"Amaranta" un nombre que ya no podía sacarme de la cabeza, un nombre que me parecía cada vez más familiar. Su recuerdo me golpeó de frente, entonces supe a dónde nos dirigíamos, y entendí por qué mi padre lloraba.

La lluvia empezó a menguar y mi padre pagó por el café. Le pidió al posadero que nos prestara ropa seca para ponernos. El buen hombre trajo una camisa y un pantalón para mi padre, y le pidió a su hija, una bella joven de 17 años, que buscara algo para mí. La chica me pidió que la siguiera escaleras arriba hasta la habitación de su hermano, ubicada al final del pasillo. Una vez allí sacó del armario una franela azul y unos jeans un tanto desgastados.

Colocó las prendas sobre la cama y, con una amplia sonrisa, me dijo que podía ponérmelas. Su sonrisa me dejó paralizado por un momento, nunca había visto una chica tan hermosa. Ruborizado le pedí que se diera vuelta para poder cambiarme. En cuando lo hizo empecé a desvestirme con rapidez, me quité los zapatos y las medias húmedas. Me cambié los pantalones y justo cuando intentaba quitarme la camisa, descubrí que la chica me estaba mirando de frente. Se quedó observándome un momento y para mi asombro se acercó a ayudarme. Terminó de quitarme la camisa y me colocó la franela que había seleccionado para mí.

—Esta ropa ya no le queda a mi hermano, así que podrás quedártela —dijo.

—Gracias —logré balbucir con timidez.

Apenas estuve vestido salí de la habitación, llegué hasta el final del pasillo y bajé los escalones a toda velocidad, de dos en dos. Una vez abajo miré hacia la segunda planta, allí seguía ella, apoyándose en la barandilla con expresión traviesa.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.
—Samuel —respondí.
—Soy Fermina —dijo, perdiéndose de vista.

Entonces salimos de la posada con rumbo al pueblo. Amaranta nos esperaba, no podíamos seguir retrasando el viaje. Nunca había tenido tanta prisa por llegar a un lugar. Iba de la mano de mi padre, caminando a paso vivo, ambos queríamos llegar a casa de Amaranta lo más pronto posible. Aunque la lluvia había cesado, y el sol de la tarde embellecía el horizonte con tonalidades que iban del rojo al naranja, la tormenta que se desarrollaba en el alma de mi padre no había amainado. Sus ojos continuaban muy húmedos, y de vez en cuando suspiraba pronunciando una que otra palabra ininteligible.

Amaranta, ella era la causa de tanto desconsuelo, su recuerdo era cada vez más vivo en mi memoria, y sabía que al final yo también lloraría en su presencia.

Finalmente llegamos al pueblo, en la segunda calle encontramos la casa que buscábamos. Mi padre se armó de valor y llamó a la puerta. Una joven salió a abrir, al ver a mi padre, dio un grito de asombro:

—¡No puedo creerlo! Por fin has venido. Amaranta te ha estado esperando por años.

Mi padre se adentró en la casa, pero antes me advirtió que me quedara en la puerta. Tenía muchas cosas que hablar en privado con la mujer que agonizaba un par de habitaciones más adelante. Le obedecí, mientras le esperaba paseé la mirada por la fachada de la casa colonial. La pintura estaba descolorida por la temporada de lluvia. Imaginé que mi padre podría restaurarla en un par de días. Al cabo de media hora, mi padre salió de la casa, visiblemente aliviado y me dijo:

—Vamos muchacho, es tu turno de entrar. No hagas esperar más tiempo a tu abuela.


Por: Gissi Rodríguez. Todos los derechos reservados.

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Gracias por leer.

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